3. El Conmensurador

Nunca supo en qué momento comenzó su obsesión por contar todo lo que estuviese al alcance de su mirada,  pero tal vez fue aquella mañana en la que se dirigía con sus padres a pasar el fin de semana a Cuernavaca. Si mal no recuerda, era viernes por la mañana, su padre había agendado la fecha con un mes de anticipación, su madre no tenía que ponderarlo puesto que el negocio que administraba era propio, herencia de sus abuelos, una joyería muy importante con tiendas ubicadas por todas las plazas importantes de la Ciudad de México; la mañana era fresca, típica citadina, con el cielo medio claro y temperatura húmeda. Su madre insistía en manejar, en el fondo siempre ha querido tener el control de todo, pero eso es lo que le apasiona de su marido, él que le pone límites. Tal vez aquel no provenía de una familia con antecedentes bursátiles, pero su sueldo y encanto personal, terminaron por convencerla de casarse con él.

Fernando abordo el auto por la parte derecha trasera, justo de tras de su madre, pues le gusta admirar la calle por ese lado, ver como la señora de enfrente sale por el mandado muy temprano, ver el semáforo cambiar de colores, observar esos perros callejeros que juegan todas las mañanas y que más de una vez ha querido llevarse a casa, puesto que de verlos diario, se le han hecho muy familiares, pero más allá de todo, los envidia, pues ellos que son perros de nadie, tienen con quien jugar y él que es hijo de casa, no tiene a nadie, sólo la abuela, quien le habla en diminutivo para todo, y le cuenta historias del México post revolución y de cómo conoció a su abuelo en un baile de esos que organizaban los pudientes  de aquellas décadas.  

Su padre encendió el radio para escuchar las noticias matutinas, era un hábito que, a pesar de tener nueve años, ya había adoptado con tal facilidad que no le parecía aburrido escucharlas, todo lo contrario, desde esa edad, le pedía al chofer que las sintonizara mientras lo llevaba al colegio, que no estaba más que a diez cuadras de su casa, pero se tomaba llegar a este el suficiente tiempo como para escuchar los principales encabezados. Sólo había una sensación que le provocaba escuchar las noticias, era esa sensación en el estomago, que años después se entero, era pues, simplemente una sensación provocada por la adrenalina. Le provocaba miedo, saber que había partes en el mundo que él no conocía y, que vivían con crisis bélicas, famélicas, pensaba algún día visitarlos, puesto que se decía a si mismo que cuando tuviera aproximadamente veinte años, esos problemas se habrían resuelto y él podría andar libre por las calles, y tal vez acompañado de sus padres.

Tuvieron q atravesar media ciudad para poder llegar al sur, y tomar la autopista que los llevaría a Cuernavaca en aproximadamente una hora, mientras lo hacían, Fernando conmensuraba las líneas del pavimento, una, dos, tres, cuatro, cinco, y perdía rápidamente la cuenta ya que el coche avanzaba muy rápido, lo mismo pasaba con los arboles,  con sus recuerdos, con los días que le dedicaban para llevarlo al parque, pasaban tan rápido que perdía la cuenta.

Lo último que recuerda de esa mañana, era la plática de sus padres, discernían sobre el restaurante al que llegarían a almorzar, ya que para la tarde, la comida estaría preparada en casa, previa orden de ambos a sus empleados de su domicilio en Cuernavaca. De pronto, escucho un ruido que lo dejo sordo por un momento, acompañado de un golpe que provenía de todas direcciones, sintió como todo su ser era sacudido de un lado a otro, estrelló el vidrio con su cabeza y no supo más de él.

Despertó en una cama totalmente fría, con dolor de cabeza y náuseas incontenibles, el olor a cloro de las sábanas no mejoraba la situación. Lado suyo estaba su abuela, con rosario en mano y ataviada de negro, su rostro era el de alguien que había llorado toda una noche o varias, Fernando se percato de la dilatación de sus pupilas y del vacío que podía ver en ellas, no cuestionó a su abuela, no pregunto nada, se limitó a cerrar los ojos y tratar de dormir.

Pasaron varios días, o semanas, nunca supo, su abuela jamás le dijo, y él jamás preguntó, ya no importaba. Aquel día, el chofer los recogió en la entrada del hospital, ya hacía tiempo que su piel no sentía el sol, extrañaba escuchar las noticias, ver a la señora de enfrente ir por su mandado por las mañanas, ¿qué habrá sido de aquellos perros? ¿los habrán atropellado o alguien se apiadaría de ellos y se los llevó a casa?, se preguntaba con ansiedad.   

Abordó el coche por la parte trasera, de lado derecho, su abuela abordo después de él. Le comenzó a platicar que había mandado pintar la casa y que había remplazado algunos muebles, pero que no había tocado su recamara ni su pequeña colección de postales, mucho menos el librero, herencia del abuelo. Fernando sólo asentaba con su cabeza, de vez en cuando le decía “perfecto abuelita” pero ya no hablaba. Llegando a casa se instaló en su dormitorio y no se percató de los cambios en la decoración que la abuela le había comentado. Lo primero que hizo fue asomarse por la ventana para ver el enorme árbol del jardín y, comenzó a contar sus hojas verdes, después sus ramas, las hormigas que caminaban en perfecto orden sobre aquellas, vio a la señora salir de aquella casa con una bolsa grande, de aquellas con rayas e hilos de hule, perfectas para cargar el mandado y sonrió satisfecho, nada parecía haber cambiado.

Su abuela decidió mandarlo una temporada de viaje, quería entrenarlo para cuando ella ya no estuviese en este mundo con él, hacerle ver que aunque no tuviera familiar alguno, no lo dejaría solo, puesto que la familia contaba con acciones y negocios, jamás estaría solo.

Su abuela murió cuando él tenía veinte años, ya han pasado casi tres años desde ese suceso y al parecer su manía por contar todo lo que estaba a su alcance se fue desvaneciendo con el tiempo, se fue tal como apareció. Supongo que se fastidio de ser tan analítico, pues en su adolescencia, cada que iba a un restaurante de comida rápida, contaba las familias sentadas a lo largo del comedor, lo mismo hacia en el cine, el teatro y al salir del colegio. Al parecer, haber conocido a Minerva en la universidad, fue lo que hizo despertar ese lado que había tenido apagado todo ese tiempo, ahora sólo es su amiga, qué mejor. Ya Rodrigo contará esa historia en otro momento, el cómo los conoció y mejor aún, lo que hicieron juntos.

Hoy, hace catorce años, Fernando fue golpeado en todas direcciones, y nunca cuestiono a la vida por eso, es simple pero complicado. Jamás cuestionó al destino por lo sucedido, siempre hacia adelante, ¿cuántas personas hacen eso?

Tal vez su abuela influyó en esa forma de pensar, pues más que dinero, le dejó compañía. Pues le repetía una y otra vez: Fernando, el que tiene dinero, jamás está solo.

CoLdBuDY

 

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